- Si has sido un niño triste desde siempre.
- Si tienes la sensación de no vivir tu vida.
- Si te gusta vestir de negro o de colores oscuros.
- Si no te gusta el sol, el frío y la nieve y eres anormalmente friolero.
- Si duermes la siesta con los brazos cruzados sobre el pecho.
- Si necesitas muchas horas de sueño.
- Si te cuesta disfrutar de la vida, de tener placeres...
Mi
hermano Salvador.
Salvador siempre vivió en mí, ¿o tal vez debería decir
que fui yo quien vivía en él? Después de todo, yo usurpé su nombre y su lugar
en la casa, sus trajes, sus juguetes, hasta su osito de trapo. Salvador, mi
hermano, murió muy pronto, a los ocho años, apresado entre los barrotes de su
cama. Mis padres –en especial mi madre- quedaron destrozados por la tragedia,
pues adoraban a ese niño tan
diferente de mí, moreno, de cara ancha y ojos brillantes, cuya única fotografía aun ocupa un lugar preferente sobre la
chimenea del salón.
Así como ocurre siempre, se afanaron en reemplazarlo lo más rápidamente
posible, y nací yo. Salvador, el otro, el sustituto.
Crecí bajo la deformante sombra de mi hermano, usando sus
mismas ropas y ocupando su cama. Me acostumbré a tenerlo siempre presente.
Jamás desapareció de la vida de mis padres. El estaba omnipresente en sus conversaciones, en sus miradas y en esa carpeta
verde en la que guardaban los únicos recuerdos de mi hermano, recuerdos que
nunca se me permitió compartir y que colmaban sus vidas, llenando las tardes de
invierno con comentarios y sonrisas que les unían, alejándolos de mí. Me
convertí en un niño nervioso y enfermizo que trataba desesperadamente de llamar
la atención, y en las largas noches de miedo e insomnio yo le pedía a Salvador
que volviera a jugar conmigo a piratas, como cuando mamá me miraba, nos miraba,
tejiendo junto a la ventana. Pero el únicamente sonreía desde su retrato con
esos ojos negros tan distintos a los míos.
Mi padre murió y tía Clara le propuso a mi madre llevarme
una temporadita a su casa de la costa para cambiar de aires. Aquella
temporadita se convirtió en ocho largos años. Volcamos todas nuestras ilusiones
en el tenis, y el día en que cumplí quince años, gané mi primer torneo. Mi
profesor me auguraba un excelente porvenir y así hubiera sido, estoy seguro, de
no haber aparecido mi hermano Salvador.
Salvador volvió a mi vida de un modo sutil. Como un
tumor, como un cáncer fue creciendo dentro de mí de una forma casi
imperceptible pero incesante. Aquella primera vez que sentí necesidad de pintar
debí de comprender que era él el que volvía. Sucedió que mi madre me había
mandado por mi cumpleaños una caja de pinturas que al principio recibí con poco
entusiasmo; a mí nunca me había interesado la pintura. Se trataba de un
magnífico luego de colores y varios pinceles que pronto quedaron relegados en
une estante de mi armario.
Sin embargo, una tarde, algo me hizo cogerlos. Sin saber cómo,
mi mano empezó a dirigir los pinceles por la pared con trazos limpios y
seguros. Poco a poco fue dominándome esa fiebre de los artistas que, según
cuentan, les impulsa a seguir, a crear. Nunca he sentido en mi vida la
inspiración como entonces. Resultaba extraño; como ya dije, jamás hasta ese momento me había interesado por la
pintura, y sin embargo, era evidente que tenía una facilidad asombrosa para
ello.
Cada vez con más frecuencia, entraba en mí una fuerza que
me poseía por completo y guiaba los pinceles de un modo magistral. Tras el
esfuerzo, caía rendido, y a la mañana
siguiente encontraba sobre el atril una pintura bellísima que, sin embargo, a
mí me resultaba inquietantemente ajena. Así empezó a manifestarse Salvador, mi
hermano, y de haberlo hecho solo de esta forma yo hubiera podido tolerarlo,
pero una vez que entró en mí, quiso poseerme por completo. Mi carácter cambió.
Dejó de interesarme el tenis y me volví huraño y poco conversador. Al principio
mis amigos se extrañaban de mis repentinos cambios de humor –pues yo podía
pasar en pocos minutos de afable a tiránico, de generoso a déspota-, sin saber
lo que me pasaba me encerraba en mi habitación.
Los días se sucedían vertiginosos mientras él iba
arrinconando en mi mente todos mis gustos para hacer sitio a los suyos, es
decir, su fiebre malsana por crear. Y pasó el tiempo. Durante dos años asistí,
como un espectador aturdido, a los acontecimientos que se sucedían y me
engañaba pensando que esta sensación de irrealidad era corriente entre la gente
que triunfa. Solo durante los cortos intervalos en que volvía a ser yo mismo,
intuía como entre sueños que salvador, mi hermano, no se habría de conformar
con tan poco.
Parece una historia disparatada. La madre piensa que el
niño no debería haber muerto y día a día pensaba en él y lo mantuve vivo en mi
memoria cada minuto, cada instante, porque estaba segura de que si lo hacía,
salvador encontraría la forma de volver para ser genial, como era su destino.
Así pasará el tiempo, un día y otro. Si alguna vez
alguien viene a esta casa, descubrirá junto a la ventana las sombras de mi
madre y mi hermano Salvador muy juntos, tan iguales. Tal vez estarán revueltas
con las hojas de este relato que ahora termino o junto a viejos dibujos
infantiles y un mechón de cabello negro, porque ese y no otro era su destino.
Ahora saldré de aquí y cerraré la puerta; dentro queda mi historia, mi
inspiración, los halagos y el genio que nunca fui. Y quizá cuando salga me
estremezca al sentir como recorre mi espalda el frío de no ser ya más que uno
solo…, como antes, o tal vez como nunca hasta ese día.